Ilya Fortún*
| |
Sus razones son reales y de una contundencia brutal: el tema del vil metal no le permite dedicarse exclusivamente a leer y escribir. Para vivir debe ejercer su profesión de abogado y, como cualquier otra persona, también debe afrontar las responsabilidades y obligaciones de un hombre de familia. Así, escribir en serio le cuesta demasiado.
No lo haré yo, y creo que nadie debería atreverse a compadecerse del drama de este señor, porque en realidad el drama no es suyo. Él hizo las cosas bien en un camino cuesta arriba. Lo hizo hasta el agotamiento y hoy no hay premio que pueda (re)compensar su esfuerzo descomunal.
Más que un drama, que debiera ser capaz de interesar y conmover, esto es sencillamente una catástrofe, una señal de fracaso colectivo que nos involucra a todos.
¿En qué clase de mundo vivimos? ¿Cómo es posible que la capitulación de un intelectual pase insensiblemente ante nuestros ojos? ¿Cómo es posible que esto no nos haga abstraernos de la particularidad del caso, y nos haga interpelarnos sobre las causas de un hecho tan jodido? ¿Cómo diablos podemos seguir pensando que un mundo en el que se puede explicar con tanta naturalidad un desastre como éste, está bien encaminado?
Porque vamos a ver. El problema no radica en que el mercado del libro en Bolivia sea muy pequeño o en que no tenemos hábito de lectura o en que acá los libros son muy caros.
El problema en el fondo es que hemos aceptado vivir en un mundo en el que las ideas no valen nada. Las producciones intelectuales y artísticas son bienes de cuarta categoría, marginales, prescindibles y despreciados por su escasa rentabilidad en los mercados masivos. Esto es así en casi todos lados y responde a la perversa lógica del capital, del consumo desenfrenado y de cultura de la acumulación.
El implacable paradigma del desarrollo nos refriega todos los días que la fórmula del éxito y la felicidad consiste en trabajar mucho para comprarnos muchas cosas y acumularlas hasta enajenarnos y perder la consciencia de la realidad.
La ignorancia y la incultura parecen ser las mejores aliadas de este sistema y de sus instrumentos de crecimiento, que funcionan de manera mucho más eficiente sobre masas cada vez más homogéneas, acríticas e irreflexivas. Dicho de otra manera, las sociedades cultas e ilustradas no perecen ser el negocio más conveniente.
En el mercado global se vale vender libros, claro, pero eso sí, tienen que ser manuales de autoayuda, de esos que se venden por millones. La literatura clásica, la novela seria, el ensayo político, filosófico o histórico pueden ser tóxicos, pues te llevan a la reflexión, y de pronto de tanto pensar, podrías descuidar tus obligaciones fundamentales: comprar y consumir. O peor aún, se te podría ocurrir inclusive que vivir así no tiene mucho sentido. ¡Qué horror!
Que los mejores talentos y las mentes más brillantes deban morirse de hambre, mendigar por auspicios y patrocinios o reventarse trabajando en tres turnos nos parece normal y justificable; problema de ellos ¡para que se meten a algo que no da plata! A mí, me avergüenza.
Qué le puedo decir: no me resigno a heredarle a mi hijo un mundo con los valores patas arriba. Y entonces, me convenzo nuevamente de que hay que cambiar lo que sea necesario cambiar, con tal de evitar que, lo que le pasa al señor Eduardo Scott, le pase al resto de los intelectuales.
*Ilya Fortún
es comunicador social
--
Jaime Durán Chuquimia
Cel. +591 73002685
0 comentarios:
Publicar un comentario